domingo, 25 de septiembre de 2011


Esta asignatura trata de ofrecer una introducción a los problemas de la filosofía política. Así, desde los márgenes, quiere encarnar, definiendo la frontera sutil entre filosofía y política, el espíritu crítico que no se conforma con ninguna doctrina completa y preconstituida, sino que más bien las estudia y sopesa en el reconocimiento de que una democracia es más fuerte cuanto más se apoya en ciudadanos activos y críticos, que se toman en serio los problemas de su convivencia libre y pacífica. Espero que sea un privilegio y un honor cursar esta asignatura con vosotros y aprender conjuntamente algunas claves políticas de este mundo contemporáneo.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA


La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan. consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el Progreso, «hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización ... » Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios. Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos dominados. «Se ha oído hablar de concesiones hechas por América Latina al capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de otros países...» Es que nosotros no damos concesiones», advertía, allá por 1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba seguro: «Un país -decía- es poseído y dominado por el capital que en él se haya invertido». Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes de que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación. Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra. (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la actualidad.) Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista aboga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes - dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga.

Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América latina, Uruguay, 1971, m.e.

martes, 5 de octubre de 2010

Democracia, Imperialismo y relaciones internacionales


Os recuerdo el trabajo del texto de Locke que está más abajo para el próximo lunes.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Palabras de saludo curso 2010-2011


Esta asignatura trata de ofrecer una introducción a los problemas de la filosofía política. Así, desde los márgenes, quiere encarnar, definiendo la frontera sutil entre filosofía y política, el espíritu crítico que no se conforma con ninguna doctrina completa y preconstituida, sino que más bien las estudia y sopesa en el reconocimiento de que una democracia es más fuerte cuanto más se apoya en ciudadanos activos y críticos, que se toman en serio los problemas de su convivencia libre y pacífica. Espero que sea un privilegio y un honor cursar esta asignatura con vosotros y aprender conjuntamente algunas claves políticas de este mundo contemporáneo.

lunes, 2 de noviembre de 2009

DISCURSO FÚNEBRE DE PERICLES. La guerra comenzó hace ya un año y los atenienses celebran un funeral simbólico de todos los caídos hasta ese momento.


La mayor parte de quienes en el pasado han hecho uso de la palabra en esta tribuna, han tenido por costumbre elogiar a aquel que introdujo este discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su proferimiento con ocasión del entierro de los caídos en combate era algo hermoso. A mí, en cambio, me habría parecido suficiente que quienes con obras probaron su valor, también con obras recibieran su homenaje –como este que véis dis­puesto para ellos en sus exequias por el Estado–, y no aventurar en un solo individuo, que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los méritos de muchos. Es difícil, en efecto, hablar adecuadamente sobre un asunto respecto del cual no es segura la apreciación de la verdad, ya que quien escucha, si está bien informado acerca del homenajeado y favorablemente dispuesto hacia él, es muy posible que encuentre que lo que se dice está por debajo de lo que él desea y de lo que él conoce; y si, por el contrario, está mal informado, lo más probable es que, por envidia, cuando oiga hablar de algo que esté por encima de sus propias posibilidades, piense que se está cayen­do en una exageración. Porque los elogios que se formulan a los demás se toleran sólo en tanto quien los oye se considera a sí mismo capaz también, en alguna medida, de realizar los actos elogiados; cuando, en cambio, los que escuchan comienzan a sentir envidia de las excelencias de que está siendo alabado, al punto prende en ellos también la incredulidad
Pero, puesto que a los antiguos les pareció que sí estaba bien, debo ahora yo, siguiendo la costumbre establecida, intentar ganarme la voluntad y la aprobación de cada uno de vosotros tanto como me sea posible.
I
Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados, pues es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la presente, que se les rinda este homenaje de recordación. Habitando siempre ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito suyo el habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de alabanza, más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron como herencia, gana­ron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y nos lo entregaron a los hombres de hoy.
En cuanto a lo que a ese imperio le faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que estamos aquí presentes, en particular los que nos encontra­mos aún en la plenitud de la edad, quienes lo hemos incrementado, al paso que también le hemos dado completa autarquía a la ciudad, tanto para la guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas bélicas de nuestros antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de nuestro imperio fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que nosotros mis­mos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones hostiles de extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente entre conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de estos muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la situación actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos alcanzado nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a asuntos tales en una ocasión como la actual, y creo que será provechoso que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.

Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servi­mos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la adminis­tración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públi­cos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.
Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos, le hemos procu­rado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la melan­colía. Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad impor­ta desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos.
V
A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre abier­tas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observar­lo. Y es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir coraje realizando desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos.
Prueba de esto es que los espartanos no realizan sin la compañía de otros sus expediciones militares contra nuestro territorio, sino junto a todos sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo solos tierra enemiga y combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo suyo, la mayor parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad. Además, ninguno de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla con todas nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la man­tención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos lugares. Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha con una facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de habernos rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos; y si salen derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.
Pero no sólo por éstas, sino también por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada. En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportuni­dad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simul­táneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad. Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a dere­cho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferen­ciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padeci­mientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará mere­cedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda. Márchense

sábado, 10 de octubre de 2009

DEMOCRACIA Y LIBERTAD ECONÓMICA. Texto de Isaiah Berlin sobre la libertad, muy pertienente hoy en día


En su sentido político y no metafórico, libertad significa la ausencia de interferencia por parte de otros, y la libertad civil define el área de la cual la interferencia de otros ha sido excluida por la ley o por un código de comportamiento, ya sea “natural” o “positivo”, dependiendo de cómo se conciba la ley o el código en cuestión. Esto puede ilustrarse de manera más amplia tomando los usos de la palabra “liberación” que se consideran correctos, pero un poco ambiguos en cuanto a su fuerza: por ejemplo, la celebrada frase “libertad económica”. Lo que querían decir quienes la acuñaron es que la concesión de libertades políticas o civiles –es decir, el hecho de levantar todas las restricciones a cierto tipo de actividad en cuanto concierne a la interferencia legal– servía de poco a quienes no contaban con los recursos económicos suficientes para hacer uso de tal libertad. Quizá no exista ninguna prohibición acerca de la cantidad de comida que puede comprar un hombre, pero si no tiene recursos materiales, esa “liberación” le resulta inútil, y decirle que es libre de comprar cuanta comida quiera es burlarse de su indigencia. A veces se dice que semejante libertad “carece de sentido”, si la persona a quien le pertenece es demasiado pobre o demasiado débil para ejercerla. Y, sin embargo, quienes abogan por la libertad política sienten que existe cierto grado de injusticia en este argumento: el hecho de que la ley no prohíba comprar una cantidad ilimitada de comida, por ejemplo, es, según afirman algunos de ellos, una libertad genuina cuya suspensión constituiría un serio revés para el progreso humano. El hecho de que los pobres no puedan beneficiarse de esta “liberación” es análogo al hecho de que un sordomudo no pueda sacar gran ventaja del derecho a la libertad de expresión o del derecho a la libertad de reunión. Un derecho es un derecho, y la libertad es la libertad, independientemente de quienes puedan o no estar en la posición de hacer uso de ambos. Y, sin embargo, se percibe que quienes hablan de libertad económica señalan un defecto genuino en una organización social que hace que los bienes materiales estén disponibles, en teoría, para aquellos que, en la práctica, no pueden adquirirlos. Señalan que esas personas son tan libres para beneficiarse de las libertades económicas como el propio Tántalo quien, rodeado de un mar infinito, es libre de beber toda el agua salada que quiera, porque no existe ningún estatuto que se lo prohíba. Pero quizás este dilema, como muchos otros argumentos donde ambos bandos sienten que dicen algo verdadero pero mutuamente incompatible, recibe su característica de paradoja de la inevitable –y no siempre deseable– vaguedad y ambigüedad de las palabras. La mera incapacidad de hacer uso de algo que los demás no evitan que uno use –digamos un defecto biológico o mental por parte del supuesto usuario, o la incapacidad de alcanzarlo debido a alguna razón física o geográfica– ciertamente no se considera, como tal y en sí misma, una forma de falta de libertad o de “esclavitud”. Y si las reclamaciones sobre la ausencia de libertad económica fueran simples lamentos, en el sentido de que algunas personas dentro de la sociedad son, de hecho, insuficientemente ricas para obtener todo lo que necesitan –a pesar del hecho de que se puede obtener legalmente–, eso no diferiría, en principio, de las reclamaciones sobre otras incapacidades. Describirlo como ausencia de libertad sería tan absurdo como decir que tener sólo dos ojos eo ipso constituye una ausencia de libertad para tener tres ojos o un millón de ojos, lo cual –después de todo– la ley no lo prohíbe. La admisibilidad real de la carga que el término “libertad económica” debe conllevar se deriva del hecho de que implica –sin afirmarlo siempre de manera explícita– que la incapacidad económica de los pobres no se debe meramente a factores naturales, ni a factores psicológicos o sociales “inevitables”, sino a la actividad –si no deliberada por lo menos evitable, una vez que se la atiende– por parte de individuos, clases o instituciones específicas. El pensamiento que subyace en ello es que los ricos son dueños de una porción demasiado grande de las posesiones totales de la sociedad. Ésta es la razón de que los pobres tengan tan poco y, por lo tanto, de que no puedan hacer uso de leyes que de hecho benefician sólo a los ricos. La implicación es que los ricos pueden actuar de manera voluntaria, o pueden ser forzados a actuar, de modo tal que dejen de despojar a los pobres de los recursos que necesitan y que querrían poseer si supieran que los necesitan, y que, según los paladines de la libertad económica, obtendrían en una sociedad que fuera más justa, es decir, en una sociedad administrada de manera distinta por quienes la organizan, aunque no en una sociedad que necesariamente fuera distinta física o psicológicamente, o diferente en cualquier otro aspecto natural de la sociedad actual, que es menos justa. Lo que le da fuerza a la palabra “libertad” en la frase “libertad económica” no es que establezca una exigencia para una capacidad faltante en materia de acción, sino que indica que alguien ha despojado a alguien más de algo que le pertenece por derecho. Si se la interpreta de manera totalmente explícita, en este contexto la expresión “le pertenece” significa por lo menos que la persona o personas así despojadas pueden describirse como personas que han sufrido alguna interferencia, que han sido despojadas, se han visto menoscabadas, en el sentido en que un hombre fuerte interfiere con uno débil, o en que un ladrón despoja a su víctima. De esta forma, “libertad” denota por lo general la ausencia de una coerción positiva, o la presencia de una restricción negativa, por parte de un grupo de seres humanos hacia otro. Los alegatos o reclamaciones de libertad a menudo se refieren a la clase particular de coerción o de restricción que, en las circunstancias específicas en cuestión, se dan para evitar que los hombres sean o actúen u obtengan algo que en ese momento desean con fervor, y cuya carencia –para bien o para mal– atribuyen al comportamiento prevenible de otros.


Isaiah Berlin, Political Ideas in the Romantic Age: The Rise and Influence of Modern Thought

jueves, 1 de octubre de 2009

LOCKE, J: Tratado sobre el Gobierno Civil. Alianza Editorial. Madrid 1990


CAP VII.
89. Por lo tanto, siempre que cualquier número de hombres esté así unido en sociedad de tal modo que cada uno de ellos haya renunciado a su poder ejecutivo de ley natural y lo haya cedido al poder público, entonces, y sólo entonces, tendremos una sociedad política o civil. Y esto se logra siempre que un grupo de hombres en estado natural entra en sociedad para formar un pueblo, un cuerpo político bajo un gobierno supremo; o, si no, cuando alguno se une a un gobierno ya establecido, y se incorpora a él; pues, mediante ese acto, autoriza a la sociedad, o, lo que es lo mismo, a la legislatura de la misma, a hacer leyes para él según el bien público de la sociedad lo requiera, comprometiéndose, en el grado que le sea posible, a prestar su asistencia en la ejecución de las mismas. Esto es lo que saca a los hombres del estado de naturaleza y los pone en un Estado: el establecimiento de un juez terrenal con autoridad para decidir todas las controversias y para castigar las injurias que puedan afectar a cualquier miembro del Estado; y dicho juez es la legislatura, o el magistrado nombrado por ella. Sin embargo, siempre que haya una agrupación de hombres, aunque estén asociados, que carezcan de un poder decisorio al que apelar, seguirán permaneciendo en el estado de naturaleza.

90. De aquí resulta evidente que la monarquía absoluta, considerada por algunos como el único tipo de gobierno que puede haber en el mundo, es, ciertamente, incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin al que se dirige la sociedad civil es evitar y remediar esos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente se siguen del hecho de que cada hombre sea juez de su propia causa; y ese fin se logra mediante el establecimiento de una autoridad conocida a la que todos los miembros de la sociedad puedan apelar cuando han sido víctimas de una injuria, o están envueltos en cualquier controversia que pueda surgir; y todos deben obedecer a esa autoridad. Allí donde haya personas que carezcan de una autoridad así, es decir, una autoridad a la que apelar cuando surja algún conflicto entre ellas, esas personas continuarán en el estado de naturaleza; y en esa condición se halla todo príncipe absoluto con respecto a aquellos que están bajo su dominio.