
En su sentido político y no metafórico, libertad significa la ausencia de interferencia por parte de otros, y la libertad civil define el área de la cual la interferencia de otros ha sido excluida por la ley o por un código de comportamiento, ya sea “natural” o “positivo”, dependiendo de cómo se conciba la ley o el código en cuestión. Esto puede ilustrarse de manera más amplia tomando los usos de la palabra “liberación” que se consideran correctos, pero un poco ambiguos en cuanto a su fuerza: por ejemplo, la celebrada frase “libertad económica”. Lo que querían decir quienes la acuñaron es que la concesión de libertades políticas o civiles –es decir, el hecho de levantar todas las restricciones a cierto tipo de actividad en cuanto concierne a la interferencia legal– servía de poco a quienes no contaban con los recursos económicos suficientes para hacer uso de tal libertad. Quizá no exista ninguna prohibición acerca de la cantidad de comida que puede comprar un hombre, pero si no tiene recursos materiales, esa “liberación” le resulta inútil, y decirle que es libre de comprar cuanta comida quiera es burlarse de su indigencia. A veces se dice que semejante libertad “carece de sentido”, si la persona a quien le pertenece es demasiado pobre o demasiado débil para ejercerla. Y, sin embargo, quienes abogan por la libertad política sienten que existe cierto grado de injusticia en este argumento: el hecho de que la ley no prohíba comprar una cantidad ilimitada de comida, por ejemplo, es, según afirman algunos de ellos, una libertad genuina cuya suspensión constituiría un serio revés para el progreso humano. El hecho de que los pobres no puedan beneficiarse de esta “liberación” es análogo al hecho de que un sordomudo no pueda sacar gran ventaja del derecho a la libertad de expresión o del derecho a la libertad de reunión. Un derecho es un derecho, y la libertad es la libertad, independientemente de quienes puedan o no estar en la posición de hacer uso de ambos. Y, sin embargo, se percibe que quienes hablan de libertad económica señalan un defecto genuino en una organización social que hace que los bienes materiales estén disponibles, en teoría, para aquellos que, en la práctica, no pueden adquirirlos. Señalan que esas personas son tan libres para beneficiarse de las libertades económicas como el propio Tántalo quien, rodeado de un mar infinito, es libre de beber toda el agua salada que quiera, porque no existe ningún estatuto que se lo prohíba. Pero quizás este dilema, como muchos otros argumentos donde ambos bandos sienten que dicen algo verdadero pero mutuamente incompatible, recibe su característica de paradoja de la inevitable –y no siempre deseable– vaguedad y ambigüedad de las palabras. La mera incapacidad de hacer uso de algo que los demás no evitan que uno use –digamos un defecto biológico o mental por parte del supuesto usuario, o la incapacidad de alcanzarlo debido a alguna razón física o geográfica– ciertamente no se considera, como tal y en sí misma, una forma de falta de libertad o de “esclavitud”. Y si las reclamaciones sobre la ausencia de libertad económica fueran simples lamentos, en el sentido de que algunas personas dentro de la sociedad son, de hecho, insuficientemente ricas para obtener todo lo que necesitan –a pesar del hecho de que se puede obtener legalmente–, eso no diferiría, en principio, de las reclamaciones sobre otras incapacidades. Describirlo como ausencia de libertad sería tan absurdo como decir que tener sólo dos ojos eo ipso constituye una ausencia de libertad para tener tres ojos o un millón de ojos, lo cual –después de todo– la ley no lo prohíbe. La admisibilidad real de la carga que el término “libertad económica” debe conllevar se deriva del hecho de que implica –sin afirmarlo siempre de manera explícita– que la incapacidad económica de los pobres no se debe meramente a factores naturales, ni a factores psicológicos o sociales “inevitables”, sino a la actividad –si no deliberada por lo menos evitable, una vez que se la atiende– por parte de individuos, clases o instituciones específicas. El pensamiento que subyace en ello es que los ricos son dueños de una porción demasiado grande de las posesiones totales de la sociedad. Ésta es la razón de que los pobres tengan tan poco y, por lo tanto, de que no puedan hacer uso de leyes que de hecho benefician sólo a los ricos. La implicación es que los ricos pueden actuar de manera voluntaria, o pueden ser forzados a actuar, de modo tal que dejen de despojar a los pobres de los recursos que necesitan y que querrían poseer si supieran que los necesitan, y que, según los paladines de la libertad económica, obtendrían en una sociedad que fuera más justa, es decir, en una sociedad administrada de manera distinta por quienes la organizan, aunque no en una sociedad que necesariamente fuera distinta física o psicológicamente, o diferente en cualquier otro aspecto natural de la sociedad actual, que es menos justa. Lo que le da fuerza a la palabra “libertad” en la frase “libertad económica” no es que establezca una exigencia para una capacidad faltante en materia de acción, sino que indica que alguien ha despojado a alguien más de algo que le pertenece por derecho. Si se la interpreta de manera totalmente explícita, en este contexto la expresión “le pertenece” significa por lo menos que la persona o personas así despojadas pueden describirse como personas que han sufrido alguna interferencia, que han sido despojadas, se han visto menoscabadas, en el sentido en que un hombre fuerte interfiere con uno débil, o en que un ladrón despoja a su víctima. De esta forma, “libertad” denota por lo general la ausencia de una coerción positiva, o la presencia de una restricción negativa, por parte de un grupo de seres humanos hacia otro. Los alegatos o reclamaciones de libertad a menudo se refieren a la clase particular de coerción o de restricción que, en las circunstancias específicas en cuestión, se dan para evitar que los hombres sean o actúen u obtengan algo que en ese momento desean con fervor, y cuya carencia –para bien o para mal– atribuyen al comportamiento prevenible de otros.
Isaiah Berlin, Political Ideas in the Romantic Age: The Rise and Influence of Modern Thought